martes, 13 de mayo de 2014

Debemos ser santos



 De unos apuntes escritos en enero de 1939


                       

            Abramos a las multitudes un mundo nuevo y divino, adaptémonos con caritativa dulzura a la comprensión de los pequeños, de los pobres, de los humildes.

            Queramos ser almas ardientes de fe y de caridad.

            Queramos ser santos vivos para los demás, muertos a nosotros mismos.



          Cada una de nuestras palabras debe ser un soplo de cielo abierto: todos deben sentir la llama que arde en nuestro corazón y la luz de nuestro incendio interior; encontrar en nosotros a Dios y a Cristo.

            Nuestra devoción no debe dejar fríos y aburridos porque debe ser verdaderamente toda viva y plena de Cristo.

            Seguir los pasos de Jesús hasta el Calvario, y luego subir con Él a la Cruz o a los pies de la Cruz morir de amor con Él y por Él.

            Tener sed de martirio. Servir en los hombres al Hijo del Hombre.

            Para conquistar a Dios y aferrar a los otros, es necesario antes, vivir una vida intensa de Dios en nosotros mismos, tener dentro de nosotros una fe dominante, un ideal grande que sea llama que arde y resplandece –renunciar a nosotros mismos por los demás– que nuestra vida arda en una idea y en un amor sagrado más fuerte.

            El que obedezca a dos patrones –a los sentidos y al espíritu– nunca podrá encontrar el secreto de conquistar a las almas.

            Debemos decir palabras y crear obras que sobrevivan a nosotros.

            Mortificarnos en silencio y secretamente.

            Sigue tu vocación y mantiene con fidelidad tus votos.

            Honrémonos de hacer los más humildes servicios domésticos.

            Debemos ser santos, pero hacernos tales santos que nuestra santidad no pertenezca solamente la culto de los fieles, ni esté sólo en la Iglesia, sino que trascienda y arroje sobre la sociedad tanto esplendor de luz, tanta vida de amor a Dios y a los hombres para llegar a ser, más que los santos de la Iglesia, los santos del Pueblo y de la salvación social.



            Debemos ser una profundísima vena de espiritualidad mística que penetre todos los estratos sociales: espíritus contemplativos y activos «siervos de Cristo y de los pobres».

No se entreguen a la vanidad de las letras no se dejen envanecer por las cosas del mundo.

            Comunicarse con los hermanos sólo para edificarlos, comunicarse con los otros sólo para difundir la bondad del Señor.

1.    amar en todos a Cristo;

2.    servir a Cristo en los pobres;

3.    renovar en nosotros a Cristo;

4.    y todo restaurarlo en Cristo

            salvar siempre, salvar a todos,

            salvar a costa de cualquier sacrificio

            con pasión redentora y con holocausto redentor.

            Grandes almas y corazones grandes y magnánimos, fuertes y libres conciencias cristianas que sientan su misión de verdad, de fe, de elevadas esperanzas, de amor santo a Dios y a los hombres, y que en la luz de una fe grande, grande, justamente «de aquélla» en la Divina Providencia y caminen, sin mancha y sin miedo, por el fuego y por el agua y aún entre el fango de tanta hipocresía, de tanta perversidad y libertinaje.

            Llevemos con nosotros y muy dentro de nosotros el divino tesoro de aquella Caridad que es Dios, y aun debiendo estar entre la gente, conservemos en el corazón aquel celeste silencio que ningún rumor del mundo puede romper y la celda inviolable del humilde conocimiento de nosotros mismos, donde el alma habla con los ángeles y con Cristo Señor.

            El tiempo que ha pasado, no lo tenemos más: el tiempo futuro no estamos seguros de poseerlo: entonces sólo este punto del tiempo presente tenemos, y no más.



            En torno nuestro no faltarán los escándalos y falsos pudores de los escribas y de los fariseos, ni las insinuaciones malvadas, ni las calumnias y persecuciones.

            Pero, oh Hijos míos, no debemos tener tiempo para «volver la cabeza y mirar el arado» nuestra misión de caridad nos estimula y nos apremia tanto cuanto el amor del prójimo nos enciende y el fuego divino y ardiente de Cristo nos consume.

            Nosotros somos los embriagados de la caridad y los locos de la Cruz de Cristo Crucificado. Sobre todo con una vida humilde, santa, plena de bien, enseñar a los pequeños y a los pobres, a seguir la vía de Dios.

            Vivir en una esfera luminosa, arrobados de luz y divino amor a Cristo y a los pobres, y de celeste rocío como la alondra que vuela, cantando, bajo el sol. Que nuestra mesa sea como el antiguo ágape cristiano.

            ¡Almas y almas! Tener un gran corazón y la divina locura de las almas.





En camino con Don Orione, 419-423.




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