martes, 9 de septiembre de 2014

Los beneficios del silencio



¡Almas y almas!
Victoria, cerca de Buenos Aires,
14 de febrero de 1922.


La primera vez que vine a la Argentina –era la primera quincena del mes de noviembre pasado–, viajaba en el “Deseado”, un vapor inglés. 

Una mañana, en alta mar, estábamos sentados a la mesa, cuando de repente se oyó un silbato agudísimo y el vapor se detuvo. Todos nos miramos sorprendidos y un poco asustados. ¿Qué pasaba? ¿Había algún peligro? El asombro aumentó cuando vimos que todo el personal se cuadraba en el mismo lugar en que cada uno estaba, todos en un gran silencio. ¿Qué pasaba? Era el aniversario del fin de la guerra europea, la hora en que se había firmado el armisticio. Invitaron a todos a ponerse de pie, a detenerse, a recogerse y meditar silenciosamente. Yo era el único sacerdote y estaba entre muchos anglicanos. Me paré, me hice la señal de la cruz y mi silencio fue una oración por todos y por la paz del mundo.

 No sé decir cuánto bien me hizo ese cuarto de hora de detención en la carrera de la vida y de meditativo silencio. De ahí me nació el pensamiento de escribir una carta sobre el silencio. De ahí saqué la idea de disponer de una hora de absoluto silencio al día, media hora a la mañana y media hora a la tarde. Si Dios me da la gracia, quiero en adelante educar mi espíritu con más dedicación en la escuela del silencio y dar a mi vida, cada día y cada año, la palabra, el alivio y el sostén en Cristo del silencio: “in silentio et in spe erit fortitudo mea”.

No en vano un santo sacerdote y gran filósofo cristiano pronunció al morir estas altísimas palabras: Sufrir, callar, gozar. Y San Ignacio de Loyola, así como todos los maestros de espíritu y los fundadores de Ordenes religiosas, aun de vida activa, recomiendan tanto el recogimiento y el silencio, especialmente a la mañana y un cierto tiempo por la tarde. En el silencio Dios habla al alma, en el silencio y en la oración maduran los propósitos más eficaces y se forman los grandes santos.

Dios es la luz universal, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, y Jesucristo es Dios y nuestro divino maestro, pero para entender sus lecciones y para vivir iluminados interiormente por la luz de Dios, como dice San Agustín en su libro “De Magistro”, debemos hacer silencio.

Sólo podremos sentir de veras la luz y la voz del Maestro, que mora en nuestro interior y las palabras de vida eterna que El tiene, si sabemos estar silenciosos. En el capítulo VIII del Apocalipsis se lee que cuando el Ángel “rompió el séptimo sello, se hizo en el cielo un silencio de cerca de media hora”. Creo que el texto sagrado revela un hecho muy significativo en el cielo de las almas.

El silencio abre las fuerzas del alma, hace trabajar nuestro espíritu más que años de lectura, pone en movimiento todo nuestro interior y esclarece el alma y el cuerpo. Las horas de silencio son, en gran parte, una oración, una oración que da a esas horas y a toda la vida una gran fuerza moral y toda su fecundidad.


¡Cuántos gérmenes de nuestro espíritu hace fructificar el silencio! ¡Cuántas verdades hace brillar en el ánimo con un esplendor suave y al mismo tiempo vivísimo! ¡El empleo del atardecer, el silencio del atardecer, las horas del atardecer! Recuerdo algunos años pasados con Don Bosco y los silencios de la mañana y del atardecer. Y ciertas horas de silencio pasadas en San Alberto, hace veinte años y el año pasado. ¡O beata solicitud, o sola beatitud! ¡Cuánta paz, cuanta vida, cuánto Dios en aquella paz, en aquellos silencios de esa bendita soledad! El silencio trabaja. Hay que hacerlo trabajar, por lo tanto, preparándole su trabajo también a la tarde.

Esta es una importante cuestión práctica para la verdadera vida religiosa. He hablado de lo que se puede llamar la consagración de las primeras horas de la mañana a Dios, con la oración y el silencio; hablo ahora de la consagración del atardecer.  A esta hora hay que recoger el cuerpo, el espíritu, el corazón, gastados, disipados fuera de sí mismos; hay que recoger nuestra vida dispersa y retemplar las fuerzas en sus verdaderas fuentes del reposo, del silencio, de la oración.

El silencio es reposo moral; la Sagrada Escritura llega a decir: “El sabio adquirirá la sabiduría durante el reposo”. Es necesario, ciertamente, el reposo; pero el reposo es hermano del silencio. El reposo moral es silencio y el silencio religioso es, para el espíritu, oración, adoración y unión con Dios. La oración es la vida del alma, y para el espíritu y el alma el reposo es la oración. La oración es la vida del alma, vida espiritual, vida intelectual y buena, que se recoge y se vuelve a templar en la fuente, que es Dios. El reposo moral e intelectual es un tiempo de comunión con Dios y con las almas, y de gozo en esta comunión.

Al atardecer, nos sentimos naturalmente impulsados a levantar la mirada y el espíritu hacia el cielo: recogemos y llevamos a los pies de Dios lo que hemos sembrado durante el día. Debemos hacer hablar al silencio.


Consagremos en gran manera el atardecer, así como lo hacemos con la mañana. Consagremos el reposo, el silencio del atardecer al conocimiento de nosotros mismos, al amor de Dios y de las almas con la oración; pongamos nuestra alma en comunión con Dios. Que éste sea un silencio reparador que retribuya a Dios y redoble la fuerza y la fecundidad del trabajo para el día siguiente. Soledad severa, silencio, completamente solos frente a Dios.

El atardecer nos abre el corazón a las esperanzas del cielo, nos ayuda naturalmente a recogernos en Dios y nos lleva al atardecer de la vida...

Don Orione 






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