martes, 14 de octubre de 2014

Mi madre...



          En una carta fechada el 7 de febrero de 1923, Don Orione recuerda con mucho cariño a su madre y comparte como aprendió de aquella "pobre viejita campesina", el sentido del trabajo y la pobreza.


Yo era el cuarto de los hijos y mi madre me ponía la ropa de mi hermano más grande, trece años mayor que yo, que la pobre ya había usado para mis tres hermanos mayores; pero, esto sí, nos ha dejado un poco de dinero que, en parte, fue a parar a los primeros huérfanos de la Divina Providencia, y nos ha criado bien: con pedazos viejos nos hacía la ropa, y así, en la pobreza y con honestidad y discreción la familia salía adelante.

 
Mi madre, pobre viejita campesina, se levantaba a las tres de la mañana para trabajar; siempre estaba haciendo algo, y se ingeniaba para todo. Era la mujer de la casa pero hacía también los trabajos del hombre ya que nuestro padre trabajaba lejos, en Monferrato: cortaba el pasto con la guadaña, y la afilaba ella misma, no la llevaba al afilador. Ella misma hilaba y tejía; y mis hermanos se repartieron todas las sábanas y la lencería que hizo mi pobre madre!


Tenía contados hasta los cuchillos rotos, que es lo que yo he heredado. No compraba nada a menos que fuera absolutamente necesario. Cuando murió, después de 51 años de casada, le hemos puesto el vestido de esposa que había hecho teñir de negro. Le quedaba muy bien y era el mejor vestido que tenía.



Hijos míos, ven cómo hacían nuestros queridos y santos viejos? Siempre me contaba que Jesús se había bajado del caballo para recoger un pedazo de pan... Esto lo he encontrado después en un evangelio apócrifo, y ¿quién sabe si no fue cierto? Por lo menos, llama mucho la atención. Lo que es propio de los grandes señores, las comodidades propias de los grandes señores no tienen nada que ver con los hijos de la Divina Providencia. Son una contradicción para nosotros. Mis queridos hijos, imitemos a nuestros viejos y a nuestros santos!




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