jueves, 7 de abril de 2016

Un milagro de la Virgen de la Guardia: el testimonio del P. Brunello


El 27 de octubre 1930, mientras estaba trabajando, el entonces clérigo Brunello cayó, desde una altura de 18 metros, en la cripta que era aun construcción, temiendo por su vida: rápidamente fue llevado al hospital, donde estuvo en observación por 40 días, siendo dado de alta sin ninguna secuela. Don Orione atribuyó este “milagro” a la protección de la Virgen.
 

           

            El 17 de octubre de 1930 era una hermosa jornada otoñal. Despuntaban las ocho de la mañana y, al sonido de la sirena de las fábricas de la ciudad, respondía, en San Bernardino de Tortona, la llamada al trabajo en la férvida erección del nuevo Santuario votivo de la Virgen de la Guardia. También la obra tenía su señal de arranque: un pedazo de viga ruidosa y largamente golpeada por las manos callosas de un joven seminarista.

            A su toque todo se reanimaba, asistentes y seminaristas acuden a la asignación de trabajos. Como de costumbre no faltaba, tampoco aquella mañana, el capataz, bueno y terrible, Miguel Bianchi. Para él todos éramos “sus vagos” pero para cada uno era conocido el significado verdadero de aquella palabra, tan contraria al sonido de la letra y reveladora de tanta estima y de cordial afecto por sus subalternos. Pocos minutos bastaban para encontrarnos en nuestro lugar.



            El subscripto fue llamado, aquella mañana, por el Sr. Bianchi y enviado, junto al albañil Battegazzore Mario, conocido por su agilidad y delgadez, a desarmar un andamio para rearmarlo más alto como urgía para la armadura del techo. Los trabajos se avivan en aquel periodo siempre más rápidamente, porque Don Orione había anunciado que el próximo agosto de 1931, aniversario de Concilio de Efeso, sería la inauguración del Santuario. Es inútil decir que después del anuncio el entusiasmo de todos siguiente llego a las estrellas.

            Entonces comenzamos, el albañil y yo, el desmontaje del susodicho andamio. Cerca de las once sucede un pequeño infortunio afortunadamente sin ninguna consecuencia. Era presente pues el capataz que seguía atentamente el trabajo, contento incluso de la destreza de sus “vagos” de los cuales destacaba satisfecho el generoso esfuerzo con innumerables “Bendito sea Dios”. Se trabajaba siempre a la altura de 18 metros y siempre un poco en peligro. A veces era necesario caminar sobre una viga, sosteniéndose con una mano y trabajando con la otra; muchas otras veces es necesario utilizar ambas manos, apoyando el cuerpo en uno de los parantes del andamio. En esta última posición crítica me encontraba también yo con mis dos manos, porque los travesaños eran gruesos y un poco pesados que no era suficiente el esfuerzo de una sola mano. De improviso, uno de estos que superaba el peso normal, en el movimiento de balanceo para pasarlo al otro albañil me lleva, me domina y me obliga a seguirlo, naturalmente hacia el precipicio. Pero yo, viéndome en peligro, me deje caer en la cripta abajo y de un salto abrazándome al otro parante enfrente, que estaba a tres metros del cual yo me había apoyado para trabajar. Entonces aferrado al parante y todo tembloroso sentí que me gritaba el Sr. Bianchi: “¡vago, atento, mira lo que haces!”. Y sonrió con la apariencia de no estar excesivamente preocupado, mientras que yo sabía cómo estaba el asunto, temblé un poco un mi corazón. Aquella sonrisa me alentó un poco, retomo coraje y energía, y continuo como si nada hubiera pasado.

            Llego el mediodía. Aquel día el P. Sterpi mando que se almorzase afuera, en lo de las Hermanas para evitarnos la caminata habitual de ida y vuelta al Paterno. Naturalmente el plato fuerte consistía en la inolvidable…polenta. Ese día debe haber sido viernes. No obstante ese exquisito almuerzo, que no fue más brillante que otros – no se venía a menos la buena alegría en los corazones y la serenidad en los rostros.

            Retomamos entonces, al mediodía, nuestro habitual trabajo. Pero cuando todo llega a su término, y se piensa con un poco de deseo el inminente sonido de la viga que hacía de campana, cuando en fin faltaban solo seis metros de andamios, he aquí el segundo infortunio.

             Me encontraba en el hueco de la escalera caracol que mira la Avenida Génova, e hice el acostumbrado movimiento para pasar, pero patine. En ese momento me aferré de una tabla de cuadro metros, caminando sobre otra de 20 centímetros de ancho y tres de largo. Al dar el impulso a aquella para tirarla sobre el andamio superior, muevo el pie derecho yéndome con todo hacia delante. En ese momento claramente percibí que estaba perdido: abajo me faltaba el sostén, pero tuve la presencia del espíritu para invocar los Santísimos nombres: “¡Jesús y María sálvenme!”… El tablón de cuatro metros recibió el impulso suficiente y pasó sobre el andamio superior, pero la tabla sobre la cual se apoyaban mis pies me siguió en el peligroso vuelo hasta el suelo en la cripta abajo. Claramente recuerdo: durante el vuelo, que comenzó con la cabeza hacia abajo, hice este razonamiento: “¿Qué dirá mi mamá y mi papá viéndome así desplomado, con una pierno rota y sangre saliendo por todas partes?”. Al mismo tiempo el rostro de la Virgen de la Guardia, toda bella y sonriente, apareció en el lugar del primer infortunio. 

Apenas termine el pensamiento antedicho que, sacudido por un tremendo golpe, me encuentro sentado en el suelo; ciertamente una mano misteriosa me giro, interrumpiendo el vuelo con la cabeza hacia abajo y me enderezo antes de tocar el fondo de la cripta. Cayendo así sobre un terreno más bien blando y en posición normal de quien se sentó, hice un esfuerzo para levantarme y sustraerme de la mirada impresionada de mis compañeros. Pero mi me fue posible; es más, después de este esfuerzo, comenzó a nublárseme la vista. Instintivamente lleve la mano a los ojos para atenuar la luz y vi los primeros acudir hacia mí. Uno atrás otros agitados vinieron todos, pero enseguida se impidió la entrada, porque muchos desconocidos estaban viniendo, dado que algunos que transitaban en automóvil habían sido espectadores de mi salto al vacío. El mismo Canónico Perduca que un instante antes, paso cerca del andamio, se detuvo, advirtiéndome con toda la voz: “¡Estate atento de no caerte!” no haciendo a tiempo de entran en la cripta me vio en el suelo.



            Con él pues permanecieron en el lugar solo los albañiles, el Sr. Bianchi y el asistente Costamagna que angustiosamente pensaban sobre qué hacer. Después de algunos minutos deciden levantarme y llevarme arriba, pero yo los detengo, diciendo: “Déjenme, porque me hacen mal a la espalda”. Mis palabras complicaron los pareceres. Había quien decía que dentro de poco morirá; otros afirmaba: “Si lo tocamos se nos muere entre las manos…”. “Se rompió la columna vertebral, no hay nada que hacer, dejémoslo ahí…” El Sr. Bianchi creyó oportuno darme una fuerte sacudida, tal vez, para hacerme mover y reaccionar. Después de un buen cuarto de hora decidieron llevarme a la parte de arriba, afuera de la excavación de la cripta, y ponerme con cuidado sobre un colchón. Así recostado, querían sacarme los zapatos. Pero yo me opuse diciendo: “no me saquen los zapatos porque tengo los zapatos rotos…” Tantos ojos alrededor y sobre mí me dieron un instintivo recato… Ante estas palabras algunos presentes sonrieron y otros exclamaron muy seguro: “ya no se muere mas…”

            Se detuvieron dos o tres automóviles de los más grandes que transitaban y se tentó de meterme dentro para llevarme al hospital, pero el colchón no entraba y se tuvo que esperar la carreta ambulancia. Evidentemente todos pensaban que me destrozado. A lo largo de la calle oí continuamente, por todas partes, expresiones en dialecto llenas de compasión y de pesar: “Está muerto, está muerto… ¡Pobre hijo, quien sabe cómo quedará!”



     
       En el hospital, después de un examen completo y tranquilizador, me dieron una inyección contra el envenenamiento de la sangre, sin verificar alguna lesión grave. Y me tuvieron en observación por cuarenta días.

            Luego de no antes de dos meses pude retomar de a poco mi primer trabajo como ayudante de albañil de la Virgen Santa. A quien le expreso una vez más mi eterno agradecimiento filial, reconociendo en su intervención prodigiosa la alegría de mí segunda vida.



Villa Mofa di Bra-Bandito (Cuneo) 5 de agosto de 1952





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